9 feb 2009

Geometrías

Por Carlos A. Ricciardelli
El hombre agachó la cabeza y miró, reclinándose a su izquierda por el rabillo del ojo, el cuerpo desnudo y desarticulado de Raquel. -Parece un pedazo de carne que está comenzando a largar olor-pensó y sintió verguenza de sí mismo.
Bajó las escaleras del viejo edificio del Once y, al llegar a la calle, tragó una bocanada caliente de aire.-Maldito diciembre- exclamó entre dientes. Cruzó la avenida con la molesta sensación de pegotearse los zapatos con el asfalto y se metió en un bar.
Buscó una mesa alejada del mostrador que le permitiese observar la entrada del edificio. Pidió un café doble que fue tomando de a ratos, sin azúcar, para conservar el gusto amargo en la boca.
Lo vio entrar, impecable como lo imaginaba, traje gris, cabello con gel y teléfono celular, y lo vio salir, desesperado, agitado, corriendo, pidiendo auxilio, olvidando su juguete portátil.
Entonces sonrió triste, duro. Pagó la cuenta y salió, quiso respirar hondo, profundo, hinchar los pulmones y lo interrumpió un fuerte ataque de tos.
-Maldito diciembre- murmuró llevándose el pañuelo a la boca.

El desalojo

Por Gustavo Ramazzotti

Dio un golpe de puño sobre la mesa y se levantó torpemente -lo que hizo que la silla se cayera hacia un costado-; los ojos parecían arrojar sangre, al tiempo que sus gritos retumbaban en la cuadra:
- ¡No puede ser! Siempre esa misma excusa del trabajo tienen, ustedes! ¿No pueden venir con algo mejor? A ver, a vos... ¡Sí! ¡A vos te estoy hablando! ¡Miráme a la cara, por lo menos! -Se dirigía a Elsa, quien agachaba la cabeza y, tímidamente, alzaba las cejas.
- Decíme, ¿a vos cuánto te pagan por limpiar casas? ¡Eh!
- Otra vez con lo mismo, Julio... -perpleja, lo miraba ahora directo a los ojos. -Si sabés que no alcanza-, prosiguió. El Rubén se quedó sin laburo, con lo mío no hacemos nada; ni para el morfi, casi. La Daniela ni al colegio pudo ir más. Tenés que aguantarnos un poco...
Rubén estaba sentado al lado de Elsa; las piernas le temblaban cada vez que debía hablar con el dueño de la pensión, quien había abandonado los gritos. Con la espalda hacia ellos, miraba adormecido a través de la ventana a la gente que pasaba por la calle. Y hacía muecas permanentes de indiferencia, mientras escuchaba el planteo de los pensionistas.
De todos modos, Rubén sabía que tenía que prometer cualquier cosa, aunque más no fuera, para ganar algo de tiempo, y lograr que no los echaran de la pieza que los cobijaba tras el último desalojo que habían sufrido meses atrás:
- Ya te lo dijimos con la Elsa: en cuanto agarre una changa te vamos a pagar todo; la cosa está dura... yo estuve enfermo hasta hace poco... ¡No podemos quedarnos otra vez en la calle!
Se sintió acorralado por las palabras que rondaban desarticuladas en su mente; habría podido decir mucho más, pero se entregó, cual cachorro a su depredador, al dueño del hotel familiar.
Julio se volvió con furia. Lo interrumpió secamente. Estaba harto (también indignado) de soportar a diario los mismos pretextos. Ellos buscaban un tiempo que él ya no se disponía a darles. Esta vez, había decidido no contemplar ninguna posibilidad de acuerdo. Por lo tanto, se apresuró a hablar. Utilizó un tono despectivo y a la vez contundente:
- Esto es una pensión, no una casa de beneficencia; así que ya saben...
Las voces se deformaban en el aire contaminado por los ruidos de afuera. Llegaban convertidas en un constante murmullo hasta el fondo del hotel, donde había un extenso patio. Allí jugaba todos los días Daniela.
El patio era utilizado por los pensionistas para lavar la ropa en el piletón ubicado al lado de un cuartucho que el dueño usaba como depósito de todas clase de objetos que ni siquiera ameritaban ser considerados desperdicios: artefactos arcaicos, colchones despedazados, muebles destartalados, cubiertos de polvo. Nadie excepto él entraba en ese lugar, cuya atmósfera exhalaba un vaho tóxico.

Todas las tardes Daniela se sentaba en la baldosa del patio a dibujar. Cuando era más chica -ahora tenía once- le gustaba reflejar en sus dibujos aquella confusión de imágenes que aparecían como reflejadas por una ventana de vidrio polvoriento.
A través del tiempo, sus dibujos fueron cambiando. Ahora le gustaba hacer caricaturas del dueño de la pensión, de la esposa de éste, y de sus padres: Elsa y Rubén. Le apasionaban tanto las caricaturas que, aunque resultasen más difíciles para dibujar, ella era capaz de quedar amarrada al piso, hora tras hora, y practicar hasta la noche. Echaba a perder hojas, compradas con monedas que robaba de los ceniceros, y dejaba el piso lleno de pequeños bollos. Dibujaba a desgano sólo cuando se encontraba enojada. En aquellas oportunidades dejaba incompletos los dibujos, rayaba frenéticamente el papel con el lápiz de punta gruesa, descuidada. Pero, con temor, en seguida juntaba los pedacitos, los abollaba y los arrojaba hacia el techo de la pieza vecina.
Algunas veces desviaba la concentración en los trabajos para recordar a sus hermanitos. Los extrañaba, sí, pero también sentía un poco de celos. Al haber sido tan chiquitos habían corrido con más suerte: habían podido irse junto a la abuela Elina. Ellos ya no vivían inmersos en la repugnancia del olor a humedad que corrompía cada recoveco del hotel. Ellos no tenían que hacer las compras, ni lavar los platos ni la ropa. Sobre todo, podían ir al colegio, tener clase de dibujo y jugar con los compañeros; pero ella ya no podría tener clases de dibujo ni jugar con los compañeros. Además, todos los chicos del grado vivían bastante lejos del hotel. Aunque bien es verdad que los padres de ellos nunca les habían permitido ir a esa pensión, según sus propios compañeros le habían confiado. Ese lugar estaba lleno de personas sin documentos y no se podía confiar en ellas. En pocas palabras, no quedaba razón alguna para la ilusión. Daniela se veía forzada a adaptarse a la monotonía de los instantes, obstinados instantes, obstinados instantes, que se negaban...

Las discusiones que mantenían los padres de Daniela con Julio se fueron convirtiendo, en aquel tiempo, en una suerte de hábito substancial. Siempre que Daniela escuchaba el murmullo que venía por el pasillo, corría hasta el departamento del dueño, ubicado en la parte delantera del hotel, aislado mediante una puerta que daba a un corredor, cuya escalera llevaba en dirección al comedor de los dueños. El último día en el que se acercó a escuchar, presintió que no habría más soluciones: se veía perpleja, otra vez en la vereda, al cuidado de las cajas de cartón con ropa, la heladera, las frazadas apiladas...
Atravesó el pasillo de paredes agrietadas y estorbado por torpes macetones, en una carrera que parecía infructuosa, como si estuviese tratando de huir completamente en tinieblas de una ciudad laberíntica. Cuando llegó al sector del departamento de Julio, subió las escaleras con cautela, así nadie sospecharía de ella; porque ya varias veces habían descubierto -a causa de sus descuidos- que escuchaba detrás de la puerta. Hecho que luego había provocado las penitencias, los golpes, pero sobre todo las putas burlas, el permanente recuerdo de que ella era la hija de un forro pinchado.
Adhirió su oído a la puerta: un rumor agitado llegaba a su fin. Escuchó unos pasos que se acercaban. Bajó entonces en forma brusca las escaleras, por el pasillo hasta el baño compartido, ubicado al lado de la pieza; cerró la puerta y quedó allí un largo rato, con el cuerpo metido entre el lavatorio y el inodoro, la cabeza escondida entre sus rodillas flexionadas, las manos en la frente.
Elsa y Ruben llegaron haciéndose reproches mutuos. Entraron el la pieza. Ninguno de ellos parecía recordar a Daniela aún. Ruben se sentó a la mesa de madera, tomaba cerveza inclinando hacia sus labios resecos el pico. Sólo quedaban algunas gotas en el fondo -el resto era espuma caliente- cuando la botella resbaló de sus manos transpiradas y se estrelló en el suelo en pequeños fragmentos. Elsa ignoró esta situación, se puso a cocinar mientras Ruben juntaba los pedacitos de vidrio. Preparaba un caldo de huesos con restos de carne en los bordes, regalo del carnicero; son para el perro, había dicho. Y reía mientras lo recordaba.
Ruben tenía ahora las manos sobre la cara y los codos apoyados sobre la mesa. Demasiado hacía ya que esa idea lo atormentaba cada vez que discutían con Julio: ¡sí! ¡Si por ejemplo en este mismo instante iba hasta su confortable casa y le hundía uno de estos vidrios en la garganta!... Sin embargo, esas intenciones se disipaban siempre tan rápido como las ilusiones en la vida de su familia. Él era un indocumentado, según se decía, y si la policía pretendía ignorar este hecho era simplemente por la relación de intereses que mantenía con Julio. En este instante rememoraba quizá la única cosa que su padre, Luis Ruben Benítez, alguna vez le había revelado: hay quienes nacen mal paridos y nada ni nadie puede salvarlos.
En la calle, otra vez.
Mientras Elsa revolvía el interior de la olla, Ruben se acercó hacia ella, arrastrando su pie derecho, inválido desde el accidente del andamio. Fijó la mirada obsesiva en aquella cadera que se encontraba de espaldas, dispuesta a preparar la comida en la cocina a garrafa. Él la agarró por sorpresa de la cintura, apoyó el mentón en su hombro y le mordió el cuello, dejando escapar su hedor a cerveza, raspándola con el bigote duro y empapado. Ella trató de soltarse; pero no pudo. Su esposo la sujetó con fuerza y le hundió la cara en la mesada de la cocina. Daniela se asomó a la ventana. Aprovechó que habían olvidado correr las cortinas para espiar y enterarse de lo que pasaría después de la última discusión. Fue entonces cuando le tocó ver la manera en que Elsa quedaba frente a los azulejos manchados y soportaba con resignación, inclinado sobre su espalda, el cuerpo de Ruben, quien levantaba con impaciencia su larga pollera marrón, al tiempo que se dejaba caer el pantalón.
Daniela corrió hasta el baño, se encerró. Sólo deseaba que a ningún inquilino se le ocurriera entrar, porque no hallaría lugar mejor donde poder ocultarse. Al rato, se escuchó el chillido de al puerta de la pieza: Elsa se asomó en puntas de pie:
- ¡Otra vez esta pendeja! ¡Pero se la pasa chusmeando, che! -dedujo en voz baja, apretando los dientes.
Abrió la puerta del baño con avidez. La tomó del pelo y agitó su cabeza aquí y allá:
- ¡No sabés hacer otra cosa, vos! ¡Siempre espiando, vos! ¡Cuándo vas a trabajar en vez de espiar! -Gritaba una y otra vez ante la mirada jocosa de algunos pensionistas, que reían y hacían movimientos grotescos para imitar esa situación.

Durante esa noche, Daniela no pudo tener un sueño tranquilo. Pesadillas que noches anteriores se habían presentado sólo bajo la forma de sobresaltos, en este momento aparecían como infinitas. No obstante los lúcidos parpadeos, el impacto de abrir los ojos era menos tolerable que la propia pesadilla.
Todos los objetos generaban una sensación de movimiento a la luz del día. Sin embargo, por la noche, adonde dirigiera la mirada oscura nada, ni los muebles derrumbados, ni las manchas de humedad, parecían moverse. Aunque allí estaban, acechando el sueño, hasta que éste vencía y su cabeza acompañaba la caída sobre la almohada. Pero esa tela con plumas la engañaba, se reía de ella, en cada tramo de la caída, pues no tenía fondo, por lo que el descenso se producía de manera inalterable.
Ahora escapaba de un hombre, de cara arañada, mirada alucinada y cuerpo tembloroso. Desesperada, corroboraba la superficialidad de cualquier esfuerzo por huir: sus pies formaban parte de aquella tierra sólida. El hombre avanzó con la serenidad de aquellos que tienen de su lado la seguridad y, abusando de su inmovilidad, la golpeó varias veces con la hebilla de un cinturón gastado.

Por la mañana, su cara permanecía aún acorralada en la almohada de plumas. Tras un zamarreo intenso, Elsa la despertó para que fuera al almacén. Daniela detestaba hacer los mandados, el almacenero ya no le fiaba. Y en varias oportunidades la había hecho pasar vergüenza de cachetes al rojo vivo ante los vecinos.
- ¡Lo único que sabés hacer es dormir, vos! -exclamó su madre. Pese a que se encontraba despierta, Daniela sentía los golpes que había recibido por parte del extraño. Extendió los brazos hacia arriba, estiró los pies fuera de la cama y contestó maquinalmente: -¡Ya voy! -dijo. Como alargando cada letra de esas palabras.

Anocheció.
Una leve brisa parecía barrer la humedad recluida en cada rincón del hotel. El reflejo de la luna iluminaba con una luz tenue la baldosa del patio. Daniela hacía a un lado la hoja para que no se mojara con las gotas que caían de la ropa colgada. Hasta que escuchó el inconfundible murmullo que iba creciendo de a poco y por fin producía esa especie de estallido de bomba.
En efecto, sus padres discutían con el dueño. Ruben intentaba detener a Julio para impedir que cumpliera la advertencia y fuera personalmente a vaciar la pieza y tirar todo al medio de la calle.
Daniela se asomó a la puerta que dividía al patio con el pasillo. Julio desvió su mirada, como si hubiese percibido inmediatamente que alguien lo observaba. Ruben y Elsa se volvieron cuando notaron que julio se dispersaba.
Del escándalo no hubo distancia hacia esa charla complaciente que duró unos minutos. Daniela contempló el alejamiento de sus padres en dirección a la calle. Y entonces esa mano en la boca, percudida, con olor a tabaco, el paso efímero por el patio, la oscuridad del cuarto de trastos viejos, y el grito que callaba.

Ya en su casa, encendió la radio, se sentó en el sillón de mimbre, acomodó sus manos detrás de la cabeza. Su esposa recién estaba entrando, venía del almacén con dos bolsas llenas. Apenas lo vio sentado, abstraído, con su lengua en movimiento a través de los labios, le preguntó, sin siquiera soltar las bolsas, si había podido cobrarles a Ruben o a Elsa lo que adeudaban, o por lo menos una parte. Pero pareció como si él no la escuchara. Se sacó cera de los oídos, hizo una pelotita y jugueteó con ella unos instantes; luego sorprendió la atención de Inés, que esperaba pasiva sus tiempos:
- Ya cerraron la deuda que tenían -dijo. Y enmudeció nuevamente.
- ¿De dónde sacaron la plata? -preguntó curiosa. Pero, como si de antemano supiese, o mejor dicho, confirmase sus sospechas, se anticipó a la respuesta:
- Siempre pensé que los Benítez andaban en algo sucio.
- Eso a vos no te importa -respondió Julio con tono enérgico.
- No podemos confiar en estos negritos -continuó Inés, omitiendo ese llamado de atención.
su esposo escuchó con profunda indiferencia. Su mirada quedó suspendida en un punto fijo.
Al cabo de un prolongado rato, Inés acomodaba la mercadería en las alacenas, sumida en otro tipo de preocupaciones, ya no administrativas, cuando Julio irrumpió en la cocina y retomó la conversación:
- Eso sí, quedáte tranquila -dijo, con aquella expresión de rostro que a su esposa le brindaba seguridad:
-Me prometieron que, de ahora en adelante, no se van a demorar más en el pago.