4 abr 2009

Carnada

Por Gustavo Ramazzotti

La ruta, un enigma que celosamente el sol protege de nuestra pretensión de conocer el rumbo, de nuestra vanidad que refracta la belleza del campo y de un cielo sin sombras. La solvencia de tus palabras, el recuerdo de tus arrogantes reclamos de optimismo, la fiebre de tus certezas, se escabullen entre los girasoles, entre un verde y un amarillo que finalizan en una franja visiblemente invisible, que la imaginación de un pincel traza contra cualquier voluntad. ¿Quién escucha ahora tus mentiras? Estoy seguro de que tu aislamiento no te favorece, la soledad de tu casita de pescador cerca de la playa no te colma, ya no existen otros que escuchen el ruido de tus botas sobre la tosca y aspiren la sangre de tus pasos en los médanos.
Hay mucha calma y cierto aburrimiento aquí, en el micro. Algunos se sirven café o abandonan sus ojos en la monotonía de los cardos, de los girasoles y los insectos.
La noche sobre la ruta. Cierro los ojos e imagino un color para mis pensamientos. Sólo algunas luces de automóviles resquebrajan tanta quietud.

Ni siquiera habría tenido que girar la cabeza para saber que se trataba de él con un sobrepeso de once años, con una expresión apática y la emoción reservada para siempre, me hubiera bastado con el olor de su colonia barata para decir Gabriel. Era un mediodía de impiadoso sol, en el parador se escuchaba el bullicio de los turistas que habían resignado por media hora el aire acondicionado del micro para comprar gaseosas frías y mover las piernas con mayor comodidad, sonaba un repiqueteo de latas y cubiertos, un ruido a abanicos improvisados con revistas o diarios plegados. Afuera, un suelo ardido y arbustos resecos. De todos modos había gestos de pronta recompensa en los rostros, una promesa de buen tiempo.
Le palmeé el hombro sin pronunciar palabra: el cigarrillo humeante en la comisura del labio, el bulto del revólver que se marcaba en su bolso marinero. No sentí pena por él, no, sino tristeza de verme en el espejo de su cara precipitadamente envejecida.
¿Cerveza?
No se pregunta- dijo, y se rió por única vez en el breve y último encuentro que iríamos a tener.
Me pidió un mapa de los pueblos vecinos, en los que entraba el micro, lo examinó con atención mientras bebía. Hizo anotaciones en una libreta de bolsillo, puso un billete de cinco pesos sobre el mostrador antes de irse. El motor encendido del micro interrumpía el sonido del silencio en los alrededores del parador y la ruta. Ni bien se puso en marcha hacia los otros pueblos supe que me sería vedado conocer su destino.
Para nosotros todo empezó aquella noche en la fiesta que había organizado el Pelusa para celebrar la sepultura de un cuatrimestre más de universidad y trabajo monótono de oficina. Mirta estaba sensual, sus ojos empequeñecidos por el alcohol y el humo de la marihuana, su sonrisa, su alegre resignación, que descendía desde su rostro y desembocaba en sus piernas cruzadas sobre el vestido celeste que aquella noche había estrenado para nosotros. Eran alrededor de las dos, a esa hora la cerveza ya escaseaba para el asombro de Inés, la adolescente que Mirta nos había presentado esa misma noche, y a la cual seguramente habría engatusado al invitarla, sin la previa confesión de que para Gabriel, el Pelusa, Alejandro y yo, esas piernas delicadas, esos ojos cándidos y esa cara arrogante, eran el botín que queríamos rapiñar, más allá del escándalo que pronunciaba su mirada entre seca y seca, entre las jarras de cerveza que se evaporaban al calor de nuestros labios. Inés no dejaba de escribir a través de su nerviosa sonrisa toda su desaprobación contra nosotros, pese a su temprana edad había asumido un rol decadente, portador de la moral que mantiene a raya la verdad de los mediocres. Ciertamente parecía ella no cuadrar en nuestro refugio, en la vieja casa en Flores, donde el Pelusa albergaba su soledad y nuestra apócrifa alegría.
-Es simple-, aseguraba Mirta, suspendiendo una copia de las llaves del piso en Palermo de Aznar, el gerente de la consultora en la que ella trabajaba, con quien había tenido previsibles y monótonos encuentros al atardecer, fuera del horario laboral, en ocasiones en las que su esposa salía de la ciudad por negocios vinculados con la empresa. Buscaba, sobre todo, la aprobación de Alejandro, hasta nuestro hartazgo y cierta limitación que sentíamos ante el rechazo de Inés.
Alejandro objetaba todo, colocaba un obstáculo detrás de otro, calculaba el imperativo del riesgo casi hasta el absurdo, con un interés, un interés verdadero, que pocas veces le habíamos visto manifestar por algo, sin perder de vista nada del relato de Mirta, que por momentos derivaba en una conspiración ingenua. Lo único que hasta el momento impedía la huida de Inés era el horario de los colectivos y el miedo a la oscuridad en los alrededores de la casa. Nunca develé el conjuro que nos llevó a interesarnos seriamente, más allá de la fantasía que vivimos esa noche respecto de las pequeñas cosas que podríamos hacer con el dinero y las joyas de Aznar y de su esposa. Alejandro hablaba sobre una casa en la Costa, en un lugar alejado, cerca de una playa abierta que se internara hacia el sur, la describía como si ya hubiese trascendido de su imaginación para convertirse en un nuevo refugio con pinos a su alrededor, fragancias de tilo y eucalipto. Algunos fines de semana serían diferentes, con el bullicio armónico del mar, Dionisos entraría por una ventana para sumarse a nuestros rituales nocturnos, ávidamente acorazados contra la barbarie de la ciudad, y beber de nuestro vino, de nuestra cerveza, de nuestro licor, cultivar nuestro cáñamo y deslizarse por el cuerpo de Mirta.
Durante la semana tuvimos solamente dos reuniones en las que atendimos con precisión algebraica todos los detalles de la operación.
-Los sábados salen siempre entre las diez y las diez y cuarto-, indicó Alejandro, consagrándose líder del plan. Vamos a dejar un margen de tiempo para contrarrestar cualquier imprevisto. Gaby y vos, Jorge -se dirigía hacia mí con infundada desconfianza- van a estar en el bar frente a la cochera de Aznar, para corroborar que se alejen de la zona.
Estábamos en el café, tal como estaba previsto, a tres cuadras aproximadamente del departamento de Aznar. Bebíamos cerveza y ocultábamos nuestra ansiedad con cigarrillos y vaguedades, pero sin dejar de mirar a cada rato el reloj empotrado a la pared detrás del mostrador, siempre atentos al celular que habíamos alquilado para informar sobre cualquier anomalía en los movimientos de los dueños de casa. Nos pusimos nerviosos al no recibir el llamado a la hora acordada, pero se lo atribuimos a una falla en el aparato. Esperamos diez o quince minutos más de la cuenta y fuimos hacia el departamento. Estábamos asustados, pero conservábamos un extraño éxtasis en la rapidez con la que consumíamos un cigarrillo tras otro y en nuestro andar de reyes anónimos en medio de la muchedumbre de Buenos Aires un viernes por la noche.
Cuando vi el auto del Pelusa vacío, con la puerta abierta, las luces de los departamentos, sentí una grave puntada en el pecho y un viento helado que hizo desaparecer la rara excitación que hasta allí me había acompañado junto a Gabriel. Pudimos entrar sin complicaciones en el edificio, gracias a que habíamos tomado el recaudo de hacer otro juego de llaves. Nuestros pasos inhibieron la intensidad de un sollozo que salió del departamento y se ahogó definitivamente al vernos parados junto a la puerta. Vimos al Pelusa en cuclillas frente al cadáver de Mirta tendido sobre la alfombra, la cabeza destrozada por un disparo, al costado de la mesa del comedor, nos miraba aturdido y hacía muecas para impedir un llanto que nos delatara. Pero los tres superamos el horror y tuvimos la cobarde lucidez de no marcar ningún objeto con nuestras huellas. Dejamos sola a Mirta. Toda su voluptuosidad devenía ahora en una mirada anónima y grotesca hacia nada.
En vano los buscamos. Se habían repartido la plata y las joyas. Por supuesto la dirección de Inés era falsa. Fuimos también a la pensión en Constitución, donde Alejandro había estado transitoriamente mientras buscaba casa para alquilar, pero el dueño nos dijo que hacía dos semanas ya que no vivía más allí.
Aquella misma noche pactamos la muerte de Alejandro, sólo con ello recobraban nuestros rostros una pequeña luz, pero la investigación policial hacía inminente nuestro repliegue, nuestra separación por un tiempo que fugó hacia otro tiempo. El Pelusa fue devorado por un cáncer pocos años después. Con Gabriel sólo tuve contacto dos meses atrás, cuando no pude contener el deseo de informarle sobre Alejandro. No sé por qué lo hice, quizá porque sabía que él sólo respiraba con la esperanza de conocer algún día su paradero.
Le mandé por correo la revista Todo Pesca, que organizaba la Fiesta de la Corvina Negra y distribuía su material en los pueblos que participaban. Había otorgado una medalla y dinero como primer premio a Alejandro, que había logrado pescar un ejemplar de veinte kilos. La foto pose de tapa delataba su impunidad sonriente, lo exhibía junto a su trofeo, al imponente pez de color pardo, con manchas negras y vientre plateado, que colgaba del anzuelo, prendido a la carnada.

Este pueblo ofrece una monotonía distinta, el tiempo se detiene en el movimiento de los cuerpos, en el extrañamiento de las miradas que me recuerdan permanentemente mi condición de gringo advenedizo. Pero ya me alejo de ellos, inclusive. Camino las desoladas calles hacia abajo en busca
del pueblo de pescadores, persiguiendo tus pasos en los médanos, están frescos... Es seguro que te enteraste de mi presencia, que voy directo a cavar la fosa del pasado y enterrarte junto con toda la inmundicia, te percibo cerca, escucho respirar con pánico tus huellas, que desaparecen para siempre en la arena que cubre el mar.