8 jul 2009

Bestiarium






"Por desgracia no puedo llevar a a cabo trabajo creativo en la biblioteca. Mi espasmo creativo solamente me llega a primera hora de la mañana, cuando el enemigo que tengo en el cuerpo está demasiado adormilado para levantar muros contra las incursiones de mi cerebro. El informe de Vietnam ha sido compuesto mirando en dirección al sol naciente y en estado de aflicción conmovedor por encontrarme encallado en las tierras del poniente. Nada de esto se refleja en el informe en sí."

J.M.Coetzee

"La tierra prodigaba semejantes frutos desde su fuerza indivisa, anterior a las fronteras, y por eso tenían un gusto más salvaje, con la libertad natural como condimento.De esa manera me proponía llevar en esos parajes una vida regalada, tanto más cuanto podía contar con el favor del sol."
Ernst Jungüer

"Pero esperé en el patio, debajo de un plátano. Aspiraba el olor de la tierra fresca y no tenía más sueño. Pensé en los compañeros de oficina. A esta hora se levantaban para ir al trabajo; para mí era siempre la hora más difícil (...) Hubo movimientos detrás de las ventanas: luego, todo quedó en calma. El sol estaba algo más alto en el cielo; comenzaba a calentarme los pies."

Albert Camus

4 abr 2009

Carnada

Por Gustavo Ramazzotti

La ruta, un enigma que celosamente el sol protege de nuestra pretensión de conocer el rumbo, de nuestra vanidad que refracta la belleza del campo y de un cielo sin sombras. La solvencia de tus palabras, el recuerdo de tus arrogantes reclamos de optimismo, la fiebre de tus certezas, se escabullen entre los girasoles, entre un verde y un amarillo que finalizan en una franja visiblemente invisible, que la imaginación de un pincel traza contra cualquier voluntad. ¿Quién escucha ahora tus mentiras? Estoy seguro de que tu aislamiento no te favorece, la soledad de tu casita de pescador cerca de la playa no te colma, ya no existen otros que escuchen el ruido de tus botas sobre la tosca y aspiren la sangre de tus pasos en los médanos.
Hay mucha calma y cierto aburrimiento aquí, en el micro. Algunos se sirven café o abandonan sus ojos en la monotonía de los cardos, de los girasoles y los insectos.
La noche sobre la ruta. Cierro los ojos e imagino un color para mis pensamientos. Sólo algunas luces de automóviles resquebrajan tanta quietud.

Ni siquiera habría tenido que girar la cabeza para saber que se trataba de él con un sobrepeso de once años, con una expresión apática y la emoción reservada para siempre, me hubiera bastado con el olor de su colonia barata para decir Gabriel. Era un mediodía de impiadoso sol, en el parador se escuchaba el bullicio de los turistas que habían resignado por media hora el aire acondicionado del micro para comprar gaseosas frías y mover las piernas con mayor comodidad, sonaba un repiqueteo de latas y cubiertos, un ruido a abanicos improvisados con revistas o diarios plegados. Afuera, un suelo ardido y arbustos resecos. De todos modos había gestos de pronta recompensa en los rostros, una promesa de buen tiempo.
Le palmeé el hombro sin pronunciar palabra: el cigarrillo humeante en la comisura del labio, el bulto del revólver que se marcaba en su bolso marinero. No sentí pena por él, no, sino tristeza de verme en el espejo de su cara precipitadamente envejecida.
¿Cerveza?
No se pregunta- dijo, y se rió por única vez en el breve y último encuentro que iríamos a tener.
Me pidió un mapa de los pueblos vecinos, en los que entraba el micro, lo examinó con atención mientras bebía. Hizo anotaciones en una libreta de bolsillo, puso un billete de cinco pesos sobre el mostrador antes de irse. El motor encendido del micro interrumpía el sonido del silencio en los alrededores del parador y la ruta. Ni bien se puso en marcha hacia los otros pueblos supe que me sería vedado conocer su destino.
Para nosotros todo empezó aquella noche en la fiesta que había organizado el Pelusa para celebrar la sepultura de un cuatrimestre más de universidad y trabajo monótono de oficina. Mirta estaba sensual, sus ojos empequeñecidos por el alcohol y el humo de la marihuana, su sonrisa, su alegre resignación, que descendía desde su rostro y desembocaba en sus piernas cruzadas sobre el vestido celeste que aquella noche había estrenado para nosotros. Eran alrededor de las dos, a esa hora la cerveza ya escaseaba para el asombro de Inés, la adolescente que Mirta nos había presentado esa misma noche, y a la cual seguramente habría engatusado al invitarla, sin la previa confesión de que para Gabriel, el Pelusa, Alejandro y yo, esas piernas delicadas, esos ojos cándidos y esa cara arrogante, eran el botín que queríamos rapiñar, más allá del escándalo que pronunciaba su mirada entre seca y seca, entre las jarras de cerveza que se evaporaban al calor de nuestros labios. Inés no dejaba de escribir a través de su nerviosa sonrisa toda su desaprobación contra nosotros, pese a su temprana edad había asumido un rol decadente, portador de la moral que mantiene a raya la verdad de los mediocres. Ciertamente parecía ella no cuadrar en nuestro refugio, en la vieja casa en Flores, donde el Pelusa albergaba su soledad y nuestra apócrifa alegría.
-Es simple-, aseguraba Mirta, suspendiendo una copia de las llaves del piso en Palermo de Aznar, el gerente de la consultora en la que ella trabajaba, con quien había tenido previsibles y monótonos encuentros al atardecer, fuera del horario laboral, en ocasiones en las que su esposa salía de la ciudad por negocios vinculados con la empresa. Buscaba, sobre todo, la aprobación de Alejandro, hasta nuestro hartazgo y cierta limitación que sentíamos ante el rechazo de Inés.
Alejandro objetaba todo, colocaba un obstáculo detrás de otro, calculaba el imperativo del riesgo casi hasta el absurdo, con un interés, un interés verdadero, que pocas veces le habíamos visto manifestar por algo, sin perder de vista nada del relato de Mirta, que por momentos derivaba en una conspiración ingenua. Lo único que hasta el momento impedía la huida de Inés era el horario de los colectivos y el miedo a la oscuridad en los alrededores de la casa. Nunca develé el conjuro que nos llevó a interesarnos seriamente, más allá de la fantasía que vivimos esa noche respecto de las pequeñas cosas que podríamos hacer con el dinero y las joyas de Aznar y de su esposa. Alejandro hablaba sobre una casa en la Costa, en un lugar alejado, cerca de una playa abierta que se internara hacia el sur, la describía como si ya hubiese trascendido de su imaginación para convertirse en un nuevo refugio con pinos a su alrededor, fragancias de tilo y eucalipto. Algunos fines de semana serían diferentes, con el bullicio armónico del mar, Dionisos entraría por una ventana para sumarse a nuestros rituales nocturnos, ávidamente acorazados contra la barbarie de la ciudad, y beber de nuestro vino, de nuestra cerveza, de nuestro licor, cultivar nuestro cáñamo y deslizarse por el cuerpo de Mirta.
Durante la semana tuvimos solamente dos reuniones en las que atendimos con precisión algebraica todos los detalles de la operación.
-Los sábados salen siempre entre las diez y las diez y cuarto-, indicó Alejandro, consagrándose líder del plan. Vamos a dejar un margen de tiempo para contrarrestar cualquier imprevisto. Gaby y vos, Jorge -se dirigía hacia mí con infundada desconfianza- van a estar en el bar frente a la cochera de Aznar, para corroborar que se alejen de la zona.
Estábamos en el café, tal como estaba previsto, a tres cuadras aproximadamente del departamento de Aznar. Bebíamos cerveza y ocultábamos nuestra ansiedad con cigarrillos y vaguedades, pero sin dejar de mirar a cada rato el reloj empotrado a la pared detrás del mostrador, siempre atentos al celular que habíamos alquilado para informar sobre cualquier anomalía en los movimientos de los dueños de casa. Nos pusimos nerviosos al no recibir el llamado a la hora acordada, pero se lo atribuimos a una falla en el aparato. Esperamos diez o quince minutos más de la cuenta y fuimos hacia el departamento. Estábamos asustados, pero conservábamos un extraño éxtasis en la rapidez con la que consumíamos un cigarrillo tras otro y en nuestro andar de reyes anónimos en medio de la muchedumbre de Buenos Aires un viernes por la noche.
Cuando vi el auto del Pelusa vacío, con la puerta abierta, las luces de los departamentos, sentí una grave puntada en el pecho y un viento helado que hizo desaparecer la rara excitación que hasta allí me había acompañado junto a Gabriel. Pudimos entrar sin complicaciones en el edificio, gracias a que habíamos tomado el recaudo de hacer otro juego de llaves. Nuestros pasos inhibieron la intensidad de un sollozo que salió del departamento y se ahogó definitivamente al vernos parados junto a la puerta. Vimos al Pelusa en cuclillas frente al cadáver de Mirta tendido sobre la alfombra, la cabeza destrozada por un disparo, al costado de la mesa del comedor, nos miraba aturdido y hacía muecas para impedir un llanto que nos delatara. Pero los tres superamos el horror y tuvimos la cobarde lucidez de no marcar ningún objeto con nuestras huellas. Dejamos sola a Mirta. Toda su voluptuosidad devenía ahora en una mirada anónima y grotesca hacia nada.
En vano los buscamos. Se habían repartido la plata y las joyas. Por supuesto la dirección de Inés era falsa. Fuimos también a la pensión en Constitución, donde Alejandro había estado transitoriamente mientras buscaba casa para alquilar, pero el dueño nos dijo que hacía dos semanas ya que no vivía más allí.
Aquella misma noche pactamos la muerte de Alejandro, sólo con ello recobraban nuestros rostros una pequeña luz, pero la investigación policial hacía inminente nuestro repliegue, nuestra separación por un tiempo que fugó hacia otro tiempo. El Pelusa fue devorado por un cáncer pocos años después. Con Gabriel sólo tuve contacto dos meses atrás, cuando no pude contener el deseo de informarle sobre Alejandro. No sé por qué lo hice, quizá porque sabía que él sólo respiraba con la esperanza de conocer algún día su paradero.
Le mandé por correo la revista Todo Pesca, que organizaba la Fiesta de la Corvina Negra y distribuía su material en los pueblos que participaban. Había otorgado una medalla y dinero como primer premio a Alejandro, que había logrado pescar un ejemplar de veinte kilos. La foto pose de tapa delataba su impunidad sonriente, lo exhibía junto a su trofeo, al imponente pez de color pardo, con manchas negras y vientre plateado, que colgaba del anzuelo, prendido a la carnada.

Este pueblo ofrece una monotonía distinta, el tiempo se detiene en el movimiento de los cuerpos, en el extrañamiento de las miradas que me recuerdan permanentemente mi condición de gringo advenedizo. Pero ya me alejo de ellos, inclusive. Camino las desoladas calles hacia abajo en busca
del pueblo de pescadores, persiguiendo tus pasos en los médanos, están frescos... Es seguro que te enteraste de mi presencia, que voy directo a cavar la fosa del pasado y enterrarte junto con toda la inmundicia, te percibo cerca, escucho respirar con pánico tus huellas, que desaparecen para siempre en la arena que cubre el mar.

8 mar 2009

Por Carlos A. Ricciardelli
Mariela

Las ventanas permanecen cerradas sobre los ecos tardíos del año nuevo
Y Mariela inicia al fin la última etapa de su infinita resistencia
Acomoda sus papeles sus libros y apuntes viejos de un sueño
(otro más)
quebrado

A lo lejos se escuchan estampidos secos como las hojas en otoño
Y Mariela continúa al fin la última etapa de su infinita resistencia
Acomoda (ahora en este instante) algunas fotos y pequeños objetos
un corcho una lata de cerveza holandesa postales de cuadros
servilletas dibujadas
dos lapiceras
un lápiz
una goma

acomoda ya su última torre
y se sienta a esperar en el centro de su atalaya

el fuego nace en la cocina
y una brisa oscura agita los plátanos de la casa.




enero de 2008
Cubierto de hojas amarillas crepitando entre las sábanas
revuelvo el vacío de tu ausencia
Insomne inconsciente aún
el zumbido del aparato que ventila no alcanza a despegar los ecos
Y doy otra vuelta medio dormido medio despierto hasta que dejo mi cara sobre un pedazo de sábana que huele a vos
mezcla de perfume y transpiración
huellas de tu cuerpo

Allen, el hermano mayor, arrastra colchones llenos de chinches en la madrugada lluviosa
Empujando almohadones grises bajo la llovizna que lava su cabeza

¿Dónde estarás ahora? ¿Habrás llevado tu libro regalo de Navidad?

Me refriego en tu olor y una gota de sudor cae
Sudor sobre sudor

¿Qué hizo después? Cuando quedó solo en medio de la noche rodeado de ausencias
¿Se durmió sobre las tablas del cuarto? ¿Lastimándose la piel húmeda con las astillas?

Allen, el hermano, camina ciego en la madrugada, arrastra sus pies y los mechones grisáceos caen de su cráneo. Camina, ciego y borracho, sin darse cuenta que tras sus pasos venimos nosotros, aullando tras sus despojos.

¿Dónde estarás ahora? ¿Leyendo en la arena a orillas del mar?
Resoplo y desciendo en las sábanas buscando el sudor de tus piernas.




Justo el 31.
31 de diciembre de 2007.




Tal vez despierte una mañana envuelto en tus piernas
A un costado de la ropa arrugada sobre las almohadas
bajo el olor dulce de los cuerpos unidos y vueltos a unir a lo largo de la noche

Tal vez despierte entre los vapores que llevaron a entreabrir la cortina
por donde ahora se filtra la luz

Tal vez despierte y sigamos unidos como perros en la noche

Y te estires desperezándote alzando tu culo hasta raspar nuevamente mi vientre
Y pueda hundirme otra vez suave en la humedad tuya mía que la noche no ha borrado
Y parezcamos perros perros en la mañana

Tal vez despierte y el sueño no haya terminado

Y tu cuerpo generoso receptivo no pueda dejarme solo.



31 de diciembre de 2007.

9 feb 2009

Geometrías

Por Carlos A. Ricciardelli
El hombre agachó la cabeza y miró, reclinándose a su izquierda por el rabillo del ojo, el cuerpo desnudo y desarticulado de Raquel. -Parece un pedazo de carne que está comenzando a largar olor-pensó y sintió verguenza de sí mismo.
Bajó las escaleras del viejo edificio del Once y, al llegar a la calle, tragó una bocanada caliente de aire.-Maldito diciembre- exclamó entre dientes. Cruzó la avenida con la molesta sensación de pegotearse los zapatos con el asfalto y se metió en un bar.
Buscó una mesa alejada del mostrador que le permitiese observar la entrada del edificio. Pidió un café doble que fue tomando de a ratos, sin azúcar, para conservar el gusto amargo en la boca.
Lo vio entrar, impecable como lo imaginaba, traje gris, cabello con gel y teléfono celular, y lo vio salir, desesperado, agitado, corriendo, pidiendo auxilio, olvidando su juguete portátil.
Entonces sonrió triste, duro. Pagó la cuenta y salió, quiso respirar hondo, profundo, hinchar los pulmones y lo interrumpió un fuerte ataque de tos.
-Maldito diciembre- murmuró llevándose el pañuelo a la boca.

El desalojo

Por Gustavo Ramazzotti

Dio un golpe de puño sobre la mesa y se levantó torpemente -lo que hizo que la silla se cayera hacia un costado-; los ojos parecían arrojar sangre, al tiempo que sus gritos retumbaban en la cuadra:
- ¡No puede ser! Siempre esa misma excusa del trabajo tienen, ustedes! ¿No pueden venir con algo mejor? A ver, a vos... ¡Sí! ¡A vos te estoy hablando! ¡Miráme a la cara, por lo menos! -Se dirigía a Elsa, quien agachaba la cabeza y, tímidamente, alzaba las cejas.
- Decíme, ¿a vos cuánto te pagan por limpiar casas? ¡Eh!
- Otra vez con lo mismo, Julio... -perpleja, lo miraba ahora directo a los ojos. -Si sabés que no alcanza-, prosiguió. El Rubén se quedó sin laburo, con lo mío no hacemos nada; ni para el morfi, casi. La Daniela ni al colegio pudo ir más. Tenés que aguantarnos un poco...
Rubén estaba sentado al lado de Elsa; las piernas le temblaban cada vez que debía hablar con el dueño de la pensión, quien había abandonado los gritos. Con la espalda hacia ellos, miraba adormecido a través de la ventana a la gente que pasaba por la calle. Y hacía muecas permanentes de indiferencia, mientras escuchaba el planteo de los pensionistas.
De todos modos, Rubén sabía que tenía que prometer cualquier cosa, aunque más no fuera, para ganar algo de tiempo, y lograr que no los echaran de la pieza que los cobijaba tras el último desalojo que habían sufrido meses atrás:
- Ya te lo dijimos con la Elsa: en cuanto agarre una changa te vamos a pagar todo; la cosa está dura... yo estuve enfermo hasta hace poco... ¡No podemos quedarnos otra vez en la calle!
Se sintió acorralado por las palabras que rondaban desarticuladas en su mente; habría podido decir mucho más, pero se entregó, cual cachorro a su depredador, al dueño del hotel familiar.
Julio se volvió con furia. Lo interrumpió secamente. Estaba harto (también indignado) de soportar a diario los mismos pretextos. Ellos buscaban un tiempo que él ya no se disponía a darles. Esta vez, había decidido no contemplar ninguna posibilidad de acuerdo. Por lo tanto, se apresuró a hablar. Utilizó un tono despectivo y a la vez contundente:
- Esto es una pensión, no una casa de beneficencia; así que ya saben...
Las voces se deformaban en el aire contaminado por los ruidos de afuera. Llegaban convertidas en un constante murmullo hasta el fondo del hotel, donde había un extenso patio. Allí jugaba todos los días Daniela.
El patio era utilizado por los pensionistas para lavar la ropa en el piletón ubicado al lado de un cuartucho que el dueño usaba como depósito de todas clase de objetos que ni siquiera ameritaban ser considerados desperdicios: artefactos arcaicos, colchones despedazados, muebles destartalados, cubiertos de polvo. Nadie excepto él entraba en ese lugar, cuya atmósfera exhalaba un vaho tóxico.

Todas las tardes Daniela se sentaba en la baldosa del patio a dibujar. Cuando era más chica -ahora tenía once- le gustaba reflejar en sus dibujos aquella confusión de imágenes que aparecían como reflejadas por una ventana de vidrio polvoriento.
A través del tiempo, sus dibujos fueron cambiando. Ahora le gustaba hacer caricaturas del dueño de la pensión, de la esposa de éste, y de sus padres: Elsa y Rubén. Le apasionaban tanto las caricaturas que, aunque resultasen más difíciles para dibujar, ella era capaz de quedar amarrada al piso, hora tras hora, y practicar hasta la noche. Echaba a perder hojas, compradas con monedas que robaba de los ceniceros, y dejaba el piso lleno de pequeños bollos. Dibujaba a desgano sólo cuando se encontraba enojada. En aquellas oportunidades dejaba incompletos los dibujos, rayaba frenéticamente el papel con el lápiz de punta gruesa, descuidada. Pero, con temor, en seguida juntaba los pedacitos, los abollaba y los arrojaba hacia el techo de la pieza vecina.
Algunas veces desviaba la concentración en los trabajos para recordar a sus hermanitos. Los extrañaba, sí, pero también sentía un poco de celos. Al haber sido tan chiquitos habían corrido con más suerte: habían podido irse junto a la abuela Elina. Ellos ya no vivían inmersos en la repugnancia del olor a humedad que corrompía cada recoveco del hotel. Ellos no tenían que hacer las compras, ni lavar los platos ni la ropa. Sobre todo, podían ir al colegio, tener clase de dibujo y jugar con los compañeros; pero ella ya no podría tener clases de dibujo ni jugar con los compañeros. Además, todos los chicos del grado vivían bastante lejos del hotel. Aunque bien es verdad que los padres de ellos nunca les habían permitido ir a esa pensión, según sus propios compañeros le habían confiado. Ese lugar estaba lleno de personas sin documentos y no se podía confiar en ellas. En pocas palabras, no quedaba razón alguna para la ilusión. Daniela se veía forzada a adaptarse a la monotonía de los instantes, obstinados instantes, obstinados instantes, que se negaban...

Las discusiones que mantenían los padres de Daniela con Julio se fueron convirtiendo, en aquel tiempo, en una suerte de hábito substancial. Siempre que Daniela escuchaba el murmullo que venía por el pasillo, corría hasta el departamento del dueño, ubicado en la parte delantera del hotel, aislado mediante una puerta que daba a un corredor, cuya escalera llevaba en dirección al comedor de los dueños. El último día en el que se acercó a escuchar, presintió que no habría más soluciones: se veía perpleja, otra vez en la vereda, al cuidado de las cajas de cartón con ropa, la heladera, las frazadas apiladas...
Atravesó el pasillo de paredes agrietadas y estorbado por torpes macetones, en una carrera que parecía infructuosa, como si estuviese tratando de huir completamente en tinieblas de una ciudad laberíntica. Cuando llegó al sector del departamento de Julio, subió las escaleras con cautela, así nadie sospecharía de ella; porque ya varias veces habían descubierto -a causa de sus descuidos- que escuchaba detrás de la puerta. Hecho que luego había provocado las penitencias, los golpes, pero sobre todo las putas burlas, el permanente recuerdo de que ella era la hija de un forro pinchado.
Adhirió su oído a la puerta: un rumor agitado llegaba a su fin. Escuchó unos pasos que se acercaban. Bajó entonces en forma brusca las escaleras, por el pasillo hasta el baño compartido, ubicado al lado de la pieza; cerró la puerta y quedó allí un largo rato, con el cuerpo metido entre el lavatorio y el inodoro, la cabeza escondida entre sus rodillas flexionadas, las manos en la frente.
Elsa y Ruben llegaron haciéndose reproches mutuos. Entraron el la pieza. Ninguno de ellos parecía recordar a Daniela aún. Ruben se sentó a la mesa de madera, tomaba cerveza inclinando hacia sus labios resecos el pico. Sólo quedaban algunas gotas en el fondo -el resto era espuma caliente- cuando la botella resbaló de sus manos transpiradas y se estrelló en el suelo en pequeños fragmentos. Elsa ignoró esta situación, se puso a cocinar mientras Ruben juntaba los pedacitos de vidrio. Preparaba un caldo de huesos con restos de carne en los bordes, regalo del carnicero; son para el perro, había dicho. Y reía mientras lo recordaba.
Ruben tenía ahora las manos sobre la cara y los codos apoyados sobre la mesa. Demasiado hacía ya que esa idea lo atormentaba cada vez que discutían con Julio: ¡sí! ¡Si por ejemplo en este mismo instante iba hasta su confortable casa y le hundía uno de estos vidrios en la garganta!... Sin embargo, esas intenciones se disipaban siempre tan rápido como las ilusiones en la vida de su familia. Él era un indocumentado, según se decía, y si la policía pretendía ignorar este hecho era simplemente por la relación de intereses que mantenía con Julio. En este instante rememoraba quizá la única cosa que su padre, Luis Ruben Benítez, alguna vez le había revelado: hay quienes nacen mal paridos y nada ni nadie puede salvarlos.
En la calle, otra vez.
Mientras Elsa revolvía el interior de la olla, Ruben se acercó hacia ella, arrastrando su pie derecho, inválido desde el accidente del andamio. Fijó la mirada obsesiva en aquella cadera que se encontraba de espaldas, dispuesta a preparar la comida en la cocina a garrafa. Él la agarró por sorpresa de la cintura, apoyó el mentón en su hombro y le mordió el cuello, dejando escapar su hedor a cerveza, raspándola con el bigote duro y empapado. Ella trató de soltarse; pero no pudo. Su esposo la sujetó con fuerza y le hundió la cara en la mesada de la cocina. Daniela se asomó a la ventana. Aprovechó que habían olvidado correr las cortinas para espiar y enterarse de lo que pasaría después de la última discusión. Fue entonces cuando le tocó ver la manera en que Elsa quedaba frente a los azulejos manchados y soportaba con resignación, inclinado sobre su espalda, el cuerpo de Ruben, quien levantaba con impaciencia su larga pollera marrón, al tiempo que se dejaba caer el pantalón.
Daniela corrió hasta el baño, se encerró. Sólo deseaba que a ningún inquilino se le ocurriera entrar, porque no hallaría lugar mejor donde poder ocultarse. Al rato, se escuchó el chillido de al puerta de la pieza: Elsa se asomó en puntas de pie:
- ¡Otra vez esta pendeja! ¡Pero se la pasa chusmeando, che! -dedujo en voz baja, apretando los dientes.
Abrió la puerta del baño con avidez. La tomó del pelo y agitó su cabeza aquí y allá:
- ¡No sabés hacer otra cosa, vos! ¡Siempre espiando, vos! ¡Cuándo vas a trabajar en vez de espiar! -Gritaba una y otra vez ante la mirada jocosa de algunos pensionistas, que reían y hacían movimientos grotescos para imitar esa situación.

Durante esa noche, Daniela no pudo tener un sueño tranquilo. Pesadillas que noches anteriores se habían presentado sólo bajo la forma de sobresaltos, en este momento aparecían como infinitas. No obstante los lúcidos parpadeos, el impacto de abrir los ojos era menos tolerable que la propia pesadilla.
Todos los objetos generaban una sensación de movimiento a la luz del día. Sin embargo, por la noche, adonde dirigiera la mirada oscura nada, ni los muebles derrumbados, ni las manchas de humedad, parecían moverse. Aunque allí estaban, acechando el sueño, hasta que éste vencía y su cabeza acompañaba la caída sobre la almohada. Pero esa tela con plumas la engañaba, se reía de ella, en cada tramo de la caída, pues no tenía fondo, por lo que el descenso se producía de manera inalterable.
Ahora escapaba de un hombre, de cara arañada, mirada alucinada y cuerpo tembloroso. Desesperada, corroboraba la superficialidad de cualquier esfuerzo por huir: sus pies formaban parte de aquella tierra sólida. El hombre avanzó con la serenidad de aquellos que tienen de su lado la seguridad y, abusando de su inmovilidad, la golpeó varias veces con la hebilla de un cinturón gastado.

Por la mañana, su cara permanecía aún acorralada en la almohada de plumas. Tras un zamarreo intenso, Elsa la despertó para que fuera al almacén. Daniela detestaba hacer los mandados, el almacenero ya no le fiaba. Y en varias oportunidades la había hecho pasar vergüenza de cachetes al rojo vivo ante los vecinos.
- ¡Lo único que sabés hacer es dormir, vos! -exclamó su madre. Pese a que se encontraba despierta, Daniela sentía los golpes que había recibido por parte del extraño. Extendió los brazos hacia arriba, estiró los pies fuera de la cama y contestó maquinalmente: -¡Ya voy! -dijo. Como alargando cada letra de esas palabras.

Anocheció.
Una leve brisa parecía barrer la humedad recluida en cada rincón del hotel. El reflejo de la luna iluminaba con una luz tenue la baldosa del patio. Daniela hacía a un lado la hoja para que no se mojara con las gotas que caían de la ropa colgada. Hasta que escuchó el inconfundible murmullo que iba creciendo de a poco y por fin producía esa especie de estallido de bomba.
En efecto, sus padres discutían con el dueño. Ruben intentaba detener a Julio para impedir que cumpliera la advertencia y fuera personalmente a vaciar la pieza y tirar todo al medio de la calle.
Daniela se asomó a la puerta que dividía al patio con el pasillo. Julio desvió su mirada, como si hubiese percibido inmediatamente que alguien lo observaba. Ruben y Elsa se volvieron cuando notaron que julio se dispersaba.
Del escándalo no hubo distancia hacia esa charla complaciente que duró unos minutos. Daniela contempló el alejamiento de sus padres en dirección a la calle. Y entonces esa mano en la boca, percudida, con olor a tabaco, el paso efímero por el patio, la oscuridad del cuarto de trastos viejos, y el grito que callaba.

Ya en su casa, encendió la radio, se sentó en el sillón de mimbre, acomodó sus manos detrás de la cabeza. Su esposa recién estaba entrando, venía del almacén con dos bolsas llenas. Apenas lo vio sentado, abstraído, con su lengua en movimiento a través de los labios, le preguntó, sin siquiera soltar las bolsas, si había podido cobrarles a Ruben o a Elsa lo que adeudaban, o por lo menos una parte. Pero pareció como si él no la escuchara. Se sacó cera de los oídos, hizo una pelotita y jugueteó con ella unos instantes; luego sorprendió la atención de Inés, que esperaba pasiva sus tiempos:
- Ya cerraron la deuda que tenían -dijo. Y enmudeció nuevamente.
- ¿De dónde sacaron la plata? -preguntó curiosa. Pero, como si de antemano supiese, o mejor dicho, confirmase sus sospechas, se anticipó a la respuesta:
- Siempre pensé que los Benítez andaban en algo sucio.
- Eso a vos no te importa -respondió Julio con tono enérgico.
- No podemos confiar en estos negritos -continuó Inés, omitiendo ese llamado de atención.
su esposo escuchó con profunda indiferencia. Su mirada quedó suspendida en un punto fijo.
Al cabo de un prolongado rato, Inés acomodaba la mercadería en las alacenas, sumida en otro tipo de preocupaciones, ya no administrativas, cuando Julio irrumpió en la cocina y retomó la conversación:
- Eso sí, quedáte tranquila -dijo, con aquella expresión de rostro que a su esposa le brindaba seguridad:
-Me prometieron que, de ahora en adelante, no se van a demorar más en el pago.